En el duelo desaparece la relación con el otro y esto rompe el contacto con uno mismo. Aparece una experiencia de fragmentación, de ruptura de la identidad producida por la ruptura del vínculo con el otro. Pueden surgir preguntas existenciales como ¿Quién soy yo ahora que ha muerto? ¿Cómo será mi vida sin él/ella? Por lo tanto, el duelo se convierte un proceso que implica una readaptación y una reconstrucción de nuestro propio mundo interno y de nuestra identidad.
La desaparición de un ser que ha sido significativo en nuestras vidas nos produce un intenso dolor y un gran vacío. Toda la energía está puesta en soportar la pérdida. El yo se paraliza y el deseo se detiene. Con el paso del tiempo, el malestar va disminuyendo y la persona se va reconstituyendo pudiendo seguir con su vida, con sus deseos, proyectos e ilusiones. Eso sí, ese algo que se ha ido siempre deja un rastro, una huella que nada ni nadie podrá borrar.